Estoy escribiendo esto, horas antes que se cumpla el plazo inexorable que ha fijado el Santo Padre Benedicto XVI para formalizar su renuncia al papado. Cuando en Ciudad del Vaticano sean las 8 pm del jueves 28 de febrero, viviremos un hecho absolutamente inédito para muchas generaciones de católicos: la abdicación de un Papa, cosa que no ocurría desde hace casi seiscientos años.
Mi sensación personal, al cabo de estos casi ocho años de pontificado, es que Benedicto XVI se ha mostrado muy lejano al panzerkardinal que los medios describían antes de su asunción a la cátedra de Pedro. He visto durante este tiempo un hombre sencillo, humilde, de gestos y modales suaves, casi tímido… Un hombre al que tal vez se lo pueda calificar como “conservador” por su fuerte apego a las normas tradicionales de la Iglesia, pero que durante estos años ha intentado con todos los medios a su alcance y frente a todas las trabas y dificultades que ha tenido, mantener a flote la barca de la Iglesia en medio de muchas tormentas y llevarla a puerto seguro.
Creo que Benedicto –viejo amigo y cercano colaborador del siempre recordado Juan Pablo II al que incluso beatificó– ha sido un hombre bien intencionado en todos sus actos, estudioso, dedicado con fervor a su tarea, teólogo de altísimo vuelo, conductor de la cristiandad honestamente preocupado por los acontecimientos tan difíciles de nuestro tiempo que inevitablemente comprometen también a la Iglesia y frente a los cuales procuró con todas sus fuerzas físicas y espirituales hacerles frente y corregirlos…
En tiempos en que la fe retrocede en el mundo y la Iglesia parece perder lugar y protagonismo, Benedicto XVI sacudió esa quietud de los católicos convocando al Año de la Fe que estamos viviendo, para que sea un “momento de gracia y de compromiso por una conversión a Dios cada vez más plena, para reforzar nuestra fe en Él y para anunciarlo con alegría al hombre de nuestro tiempo” (Homilía de Benedicto XVI en la santa Misa para la nueva evangelización, 16 octubre 2011)
Pero ha sido evidente que las fuerzas físicas lo han ido abandonando en los últimos tiempos de su pontificado y no tan solo para las actividades de su intensa agenda, audiencias, celebraciones, viajes pastorales y demás actividades que exigen más de lo que un hombre octogenario y de frágil salud puede dar, sino que también me ha quedado la sensación de una cierta soledad para hacer frente a problemas muy preocupantes que ponen en crisis a la Iglesia en nuestros días y ante los cuales no parece haber tenido el apoyo necesario en los círculos que lo rodean: los casos de corrupción o abusos sexuales en diversas partes del mundo, las denuncias por manejos financieros poco claros, las ambiciones humanas descontroladas y el tráfico de influencias en la curia vaticana, el espionaje interno con la revelación de documentos secretos y algunas situaciones más que tal vez sólo él conoce… frente a todo lo cual intentó poner frenos y correcciones de rumbo, sin llegar a lograrlo o sin que se lo permitan (lo que es más grave aún).
Por todo esto, creo que el que se retira es un hombre honesto, sincero y agobiado por el peso de una tarea que él reconoce con humildad no poder realizar y entonces prefiere –con generosidad y valentía– dar un paso al costado con la esperanza que el Espíritu Santo alumbre para la Iglesia un nuevo conductor que con vitalidad y fortaleza que Benedicto ya no posee, pueda hacer frente a todas las situaciones que requieren de una enérgica dirección teniendo siempre presente la brisa revitalizadora que significó el Concilio Vaticano II.
Así es como hoy damos el adiós del papado a un hombre bueno, que se va silenciosamente, con la mirada triste y la espalda doblada por el peso de los años y de las situaciones que deja para su sucesor. Recemos por Benedicto XVI para que el Señor premie sus esfuerzos y le conceda un tiempo de retiro en oración, desde la cual también podrá servir a la Iglesia.
Amigo lector: no te sientas escandalizado en tu condición de católico (que es también la mía). La Iglesia, nuestra Santa Madre Iglesia, fundada por Jesús en la persona de Simón ‘Pedro’ (Mt 16, 18-19), está formada y gobernada por hombres, con todas las miserias y defectos propios de la condición humana. Pero por encima de los hombres que la gobiernan, recordemos siempre que el timón de la barca de Pedro lo tiene Jesús y él, desde su condición divina, no permitirá que ningún mar embravecido la haga naufragar nunca.
Desde nuestra posición de católicos militantes, acompañemos estos momentos tormentosos con fe en Dios y con una oración esperanzada.
Autor: Felipe de Urca catequista y medico Cordoba - Argentina